La brisa cálida de una noche mediterránea le acariciaba la
frente y, especialmente, la sensible parte interior de brazos y antebrazos. Lo
que le sujetaba las muñecas a esos hierros recubiertos de plástico, como el de
las sillas de las terrazas, era suave, aunque firme. La gota de sudor que había
superado el pañuelo que tapaba sus ojos y el que sellaba su boca había llegado
a la parte inferior de la mandíbula, donde parece que iba a quedarse un
momento. Las sujeciones de los tobillos, que tenían un tacto más burdo, le
obligaban a tener las piernas un poco abiertas, casi como cuando esperas el
saque en el tenis. Eso, más los brazos elevados y desplazados un poco más allá
de lo que parecía una barandilla a la altura de su cadera, le hacía pensar que
la postura corporal no era la más glamurosa que haya adoptado nunca. No podía
dejar de repasar como había ido la jornada, no podía dejar de buscar en su
mente el momento en el que todo se torció. La gota de sudor retomaba su camino,
alentada por la humedad que subía desde lo que sonaba como una altura
respetable, a lo largo de la carótida, hasta la clavícula, que la acunó con
cariño mientras su mente volvía a esa misma tarde.
Eran las seis de la tarde, salía de su oficina con su traje
sastre y un bolso más grande de lo habitual. Lo tenía todo pensado, viaje
rápido en taxi, cena en el puerto, copas en los garitos de la zona del club
nautico y sería otra noche triunfal. Y empezó.
Detuvo un taxi a pocos metros de su oficina y le indicó la
dirección del restaurante, pidiéndole al taxista que diera un pequeño rodeo y
que no mirara por el retrovisor. Sabía perfectamente que la segunda orden nunca
la cumplían, por eso mismo, cuando se quitaba el sujetador lo hacía con calma,
disfrutando de la tensión que descubría en el cuello del conductor, pensando en
los deseos que albergaba ese hombre ante ese minúsculo espejo. Luego se ceñía
un vestido de algodón rojo, corto, con la espalda al aire y ninguna intención
de dejar nada a la imaginación. Zapatos de tacón y un ligero cepillado a la
melena. Lista.
La gota de sudor abandonaba los amorosos brazos de la madre
clavícula para lanzarse por el abismo del esternón hacia el valle que forman
sus pechos, esos de los que tan orgullosa se siente y que ahora mismo se
enfrentan, desafiantes, a saber que altura sobre las olas que resuenan, cerca y
lejos al mismo tiempo.
El restaurante, los amigos de siempre, las bromas de
siempre, las miradas de siempre de ellos, incluso los casados, más aún los
casados, la mirada de Carmen que, censurando a su marido intentaba esconder las
ganas que, desde nochevieja, tenía de repetir lo del cuarto de baño. Memorable.
La gotita salía del escote haciéndose sentir perfectamente
por su abdomen de pilates y crossfit, con la vista fija en su ombligo, ese
"redondo objeto de deseo" donde el tequila había sido bebido por
labios de ambos sexos en tanta ocasiones, parecía tomar aire y seguía su
camino. Las ligaduras del lado izquierdo parecían estar bastante más prietas,
de hecho, la muñeca izquierda ya empezaba a sentir la presión, pequeños
pinchacitos iban desplazándose por el dedo pulgar. Y hay que ver como había
subido la temperatura. El olor a mar se había acentuado, posiblemente por la
bajamar y las algas que quedan al descubierto, o eso le dijo aquel novio que tuvo
y se las daba de marino.
Después de la cena y de que Carmen se tomara el postre en el
baño, bajo su vestido, se adentraron en el tugurio más de moda ese verano, un
nido de cuerpos bronceados, tatuados y colocados restregandose al ritmo de la
música más cool. Justo lo que a ella le encantaba. Y ahí fué. En un sofá del
fondo, barba de varios días, cabeza rasurada y ojos verdes que la atravesaban
sin piedad, con descaro, con pasión, sin inmutarse. Tras un rato haciendo ambos
su vida, sin dejar de mirarse, coincidieron tras un pilar del pasillo de los
baños, él le dijo algo que no entendió al oído y ella asintió. El tono de voz,
su timbre, su color, era algo que ella nunca había escuchado, pero que
reconocía a la perfección. Era su propio cuerpo pidiéndole que fuera tras él. Y
accedió.
La gota de sudor abandonaba los dominios sensuales del
tequila y cruzaba bajo el puente que la goma de su lencería de Victoria Secret
tendía entre las preciosas crestas iliacas que tantas bocas habían adorado,
subía el monte de venus, limpio, liso como la faz de un bebé, acercándose al
lugar donde su camino acabaría con una sonrisa. Y un dedo en su espalda. Suave.
Despacio. No le había oído acercarse. Una respiración pausada tras su oído
izquierdo. Una palabra. No conseguía entender lo que decía. Sólo sentía el
sonido. Una mano grande, fuerte, sobre su hombro y el frío de un metal en el
interior de su muslo. Un sonido filoso, el de unas tijeras cortando su vestido,
despacio, sin perder el contacto con su piel. Cada corte, cada centímetro, iba
acompañado de una inspiración que llevaba aire a las puntas de los dedos de sus
pies. Y el metal subía un centímetro acariciando su piel, con una sensación
fría que le hacía arder por dentro. Y la mano en el hombro. Esa voz. Otra vez
el sonido del metal cortando algodón. Otro suspiro. Sudor. Las ganas de que
llegue el próximo corte. El sudor que empapaba sus muslos haciendo más sensual
aún el roce del metal, el viaje hacia su ingle, ¿o no era sudor? Y esa voz,
constante, turbadora, cálida, excitante, brutalmente excitante. Un giro en la
posición de las tijeras y el último corte coincidía con el escote de su
espalda, un corte tras cada hombro, estos ya rápidos, y la mano de su hombro
pasó a su cadera, estiró de ella hacia atrás y su ropa cayó al suelo hecha un
trapo. La brisa del mar la envolvió alborozada mientras ella ahogaba un gritito
de placer, de un momento deseado y temido, de querer y no querer, de perder el
alma entre las piernas. Y esa voz. La mano regresó a su hombro, la respiración acelerada
de ella contrastaba con la parsimonia del hombre a su espalda, de la calma con
la que dejaba las tijeras sobre una superficie que sonaba a cristal, la
cadencia de sus palabras al mover la segunda mano descendiendo por su cuello,
su seno derecho, costillas, abdomen, cadera, muslo y nalgas. Unos dedos que
exploraban su yo más íntimo. Una palabra que si que identificó, su nombre, el
sonido de una cremallera y un empujón seco.
El sol de la mañana la sorprendió desnuda, sobre las sábanas
del hotel de la marina donde se alojó con Carlos. Este salía del baño con una
gran sonrisa recién afeitada que hacía resaltar sus preciosos ojos verdes.
- Buenos días, ¿cómo estás? - y sus palabras traían aroma a
after shave de los años cincuenta.
El desayuno continental invitaba a salir a la terraza de
quinto piso a ver la grandiosidad del mar.
- ¿Satisfecha de la cita de ayer? - inquirió Carlos
- Mas que satisfecha, pero la próxima vez no me pondré nada
de Victoria Secret. No me avisaste. -
- En la mesita tienes un juego igual, las tijeras de
recuerdo y un pendrive con la grabación. Así podrás ponerle los dientes largos
a Carmen. Y espabila que vas a llegar tarde a trabajar, luego ya recojo yo a
los niños del cole. -
Ella le miró mientras salía de la habitación, - tantos años
- pensó - y aún me hace "sudar" de esa manera. -
Y suspiró mirando al mar.
Continuará."